23 junio 2005

LIBERTAD DE AMAR

José Antonio Martín Pallín es magistrado del Tribunal Supremo

Todos los seres humanos nacen libres e iguales en derechos. La
Declaración Universal de Derechos Humanos no puede ser discutida por
dogmas, mitos o maximalismos dialécticos.

En este mundo de valores se impone el pluralismo sin retroceder, ni un
milímetro, en el reconocimiento de la igualdad y la libertad. Nunca
pueden llegar por la vía de la ficción o de la fe a negar los valores
fundamentales de la convivencia humana.

La diversidad abarca las innumerables facetas del ser humano. Sus
sentimientos, sus creencias, sus ideales, sus inclinaciones emocionales
y su forma de exteriorizarlas a través de la sexualidad son
absolutamente respetables si de verdad se cree que el hombre está por
encima de los dogmas e imposiciones de los que no comparten sus
tendencias. La tolerancia es un signo diferencial de la capacidad
racional del ser humano. El anatema o la descalificación son el producto
de los instintos más degradantes de la persona.

La homosexualidad es tan natural en el ser humano como su propia
estructura corporal. Desde tiempos inmemoriales, las tendencias sexuales
y sobre todo los afectos personales se han depositado libremente en
aquellos seres hacia los cuales se siente amor, simpatía y deseos de
compartir vivencias personales.

En el año 1929, uno de nuestros más ilustres juristas, Luis Jiménez de
Asúa, escribió una pequeña obra que llevaba un título tan sugestivo como
Libertad de amar y derecho a morir. Parece que no ha pasado el tiempo,
las reacciones fueron, en su momento, tan desaforadas y virulentas como
en el presente.

Mantenía en su opúsculo que "La libertad de amar significa que los
Estados no tienen para qué mezclarse en los sentimientos y emociones
espirituales de los humanos". El Estado no regula las amistades ni
prescribe la perfección de un contrato para que dos hombres se sientan
unidos por simpatía recíproca. Por supuesto, el Estado es libre de
utilizar los mecanismos democráticos de elaboración de las leyes, para
igualar a todos ante una relación de pareja.

Si el amor es libre y es la base del matrimonio no se entiende por qué
no se puede homologar jurídicamente el amor entre seres del mismo sexo
en plano de igualdad con las parejas heterosexuales. Si el matrimonio es
para los católicos un sacramento, nadie les discute esta creencia. El
matrimonio religioso, por sí mismo, no es admitido como relación
jurídica sometida a las leyes de los hombres en una gran parte de
países. Los creyentes demuestran su coherencia respetándolo y
contrayéndolo, pero no pueden imponer a un Estado aconfesional que
limite la regulación jurídica de otras relaciones en las que la esencia
de su origen y establecimiento está en el amor recíproco entre ambos
contrayentes, iguales en derechos e igualmente libres.

La procreación, como se dice en la encíclica de Pío XI, Casti Connubi,
es la finalidad natural del matrimonio, pero no la única, ya que es
igualmente matrimonio la unión entre parejas heterosexuales que por
razones genéticas no pueden procrear o simplemente deciden eliminar la
procreación como fin último e inexcusable de su matrimonio.

Al igual que hicieron con el divorcio y el aborto, abandonan toda
esperanza de reprimirlo, pero consideran intolerable que a estas uniones
se les dé el nombre de matrimonio. Según sus particulares creencias o
dogmas, está reservado, no se sabe por qué autoridad, a las uniones de
un hombre con una mujer.

Cualquiera que conozca la historia de la Iglesia católica sabe que el
concepto actual de matrimonio religioso nace en el Concilio de Trento
(1530) y que la escisión de los anglicanos y luteranos procede del
rechazo a su indisolubilidad. No dudan en proponer el diálogo con otras
religiones, pero se niega a sus propios fieles con tendencias
homosexuales el acceso al sacramento del amor. Un homosexual puede ser
bautizado y recibir todos los restantes, incluido el sacerdocio, pero no
se les reconoce la posibilidad de sacramentalizar el amor entre dos
personas del mismo sexo. Me gustaría que lo explicasen
satisfactoriamente a sus seguidores.

Reducidos al absurdo hacen proclamación de su respeto por la uniones de
personas del mismo sexo y el reconocimiento de ciertos derechos, pero se
alzan airados contra la denominación de tan aberrante relación como
matrimonio.

Por pura coherencia deberían oponerse también a que el derecho
hereditario negase la cuota vidual de los matrimonios entre homosexuales
o que negasen la posibilidad de acogerse a regímenes económicos
familiares reservados, en principio, para los matrimonios. Aceptan la
adopción por una sola persona, pero no en el seno de la pareja
homosexual. Si muere el adoptante, el menor ¿debe ir a una institución
de acogimiento público? El adoptante ¿debe perder la adopción si contrae
matrimonio? Las preguntas ante este absurdo despliegue de falacias y
rancias intransigencias podría prolongarse hasta el infinito. No merece
la pena ofender la inteligencia de mis posibles lectores.

El verdadero ataque al matrimonio radica en la falta de lealtad entre
los cónyuges o en el abuso de la posición dominante: psíquica, física o
económica, humillando y sometiendo a la parte más débil. Si alguno de
los manifestantes se encuentra en estas condiciones, debió abstenerse de
participar en una farsa.

Ante el increíble espectáculo de ciertos personajes, afortunadamente
minoritarios, de la alta jerarquía eclesiástica, muchos recordamos la
complacencia de la Iglesia con el Dictador. Su adoración hasta llevarlo
bajo palio mientras ordenaba un fusilamiento tras otro merece ser
recordada. Las generaciones actuales que tengan interés por estudiar las
diferentes y encontradas versiones de nuestra Guerra Civil, podrán
valorar, por su cuenta, cuál pudo ser la responsabilidad de muchos
obispos en el origen de esa contienda entre españoles que arrasó las
libertades civiles.

José Antonio Martín Pallín

Información extraida de: El Pais

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